Sobre valles y cimas
Un hombre muy rico, el más rico del pueblo se volvió de un momento a otro una persona triste y desasosegada. Nada le motivaba y nada lograba levantarle el ánimo. Sentía que su vida no tenía sentido aunque tenía todo lo que uno podía comprar, pero todo lo que uno podía comprar le resultaba insignificante. Podía comprar el mundo entero, lo que quisiera pero dentro de él seguía existiendo un profundo descontento.
Así fue como recogió su dinero, oro, joyas, títulos de sus posesiones,
certificados de propiedad, y se lanzó en la búsqueda de un hombre que tan solo
pudiera darle un vislumbre de lo que es la felicidad. Entonces, le regalaría a
ese hombre todas las ganancias de su vida. Fue de pueblo en pueblo, de un
maestro a otro, pero nadie lograba darle un vislumbre de lo que era la
felicidad. Y él estaba dispuesto a entregarlo todo.
Un día llegó a un pueblo y preguntó por un gran sabio que vivía allí, y
de quien le habían dado muy buenas referencias. Una persona del pueblo le dijo:
“Está sentado en un árbol a la entrada del pueblo meditando. Siempre se sienta
allí y allí permanece todo el tiempo. Vaya a donde él y si el no puede darle un
vislumbre de lo que es la felicidad, nadie más en este mundo podrá hacerlo y no
habrá más remedio, usted no podrá encontrar a nadie más en el mundo que le de
ese regalo. Si este hombre no puede darle un vislumbre, entonces no hay ninguna
posibilidad”.
El hombre se llenó de excitación y llegó a donde el sabio que estaba sentado
en el árbol a la entrada del pueblo. Ya estaba atardeciendo y el hombre se
acercó al sabio y le dijo: “Las ganancias de toda mi vida y los títulos de mis
posesiones están en esta bolsa. Te las daré si me das un vislumbre de lo que es
la felicidad”. El sabio escuchó, ya estaba anocheciendo, y sin decir nada tomo
la bolsa y salió corriendo. El hombre rico lo siguió gritando alterado y
llorando: “deténganlo, me ha robado, deténganlo”. El sabio conocía todas las
calles del pueblo y el hombre rico lo perseguía pero no lograba encontrarlo y crecía
su desespero. Todo el pueblo salió a ver lo que pasaba y el sabio daba vueltas
y vueltas por el pueblo sin que el hombre rico, desesperado, lograra
encontrarlo. El hombre rico se sentía triste, por un momento furioso, a veces
desesperado, pero no lograba encontrarlo y estaba ya a punto de desmayarse a causa
de la desesperación. Pensaba: “El trabajo de toda mi vida, me lo han robado. Me
he convertido en un mendigo, ahora no tengo nada” Lloraba como una magdalena y
sus lamentos se escuchaban en todo el pueblo.
Entonces el hombre sabio llegó al mismo árbol a la entrada del pueblo,
puso la bolsa delante del árbol y se escondió detrás del árbol. El hombre rico
llegó al árbol, vió la bolsa, se abalanzó sobre ella, la revisó cuidadosamente
y empezó a llorar de felicidad. El sabio lo miró desde detrás del árbol y le
dijo: “Eres feliz hombre? Has tenido un pequeño vislumbre?”
El hombre rico dijo: “Soy más feliz que nadie en la tierra”
Reflexión: para tener una cima es necesario tener un
valle. Para sentir felicidad, es necesaria la desdicha. Para conocer lo divino,
es necesario estar en este mundo. El mundo es simplemente un valle. El hombre
era el mismo, la bolsa era la misma. No había sucedido nada nuevo, pero ahora
el dijo que era feliz, tan feliz como se puede ser en esta tierra, pero hace
solo unos minutos era muy desgraciado. Nada había cambiado. El hombre era el
mismo, la bolsa era la misma, el árbol era el mismo. Nada había cambiado, pero
ahora el hombre era feliz, estaba dichoso. Simplemente había sucedido el
contraste. Había experimentado un valle y una cima pero realmente nada había
cambiado.
Recopila: Jairo Hernán Barragán
Gómez
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